sábado, 13 de diciembre de 2025

Mateo 11, 2-11


Juan Bautista, figura clave del Adviento, está en la cárcel y manda a preguntar a Jesús: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?” (11, 3).

La respuesta de Jesús es importante, diría esencial, porque nos da la clave de lectura de todo su ministerio y su enseñanza.

Jesús no responde desde la teología, no responde citando doctrinas, no responde con criterios morales.

Jesús, antes que nada, invita a ver, a transmitir una experiencia: “Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven” (11, 4) … digan lo que están viendo, digan lo que oyen, digan lo que están experimentando. Gran sabiduría y gran advertencia para nosotros hoy: ¿hablamos de Dios a partir de una experiencia personal o a partir de creencias preestablecidas, de conceptos, de ideas?

 

Jesús continua: “los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres” (11, 5).

 

Jesús responde a Juan con el criterio de la vida: ¡esta es la clave!

Jesús manda a decir a Juan: mira como la vida vuelve a florecer, mira como brota vida nueva por todos lados, presta atención a la dinámica siempre nueva de la vida.

Esta es la enseñanza y la práctica clave de Jesús. Jesús levanta la vida, insufla vida, devuelve vida, está atento al florecer de la vida, indica donde amanece la vida. Este es el signo por excelencia.

Donde hay vida, ahí Dios está actuando, ahí el Reino se hace presente y se experimenta; y donde la vida flaquea, el Reino inserta aire nuevo, aire fresco.

Resuenan las palabras del evangelio de Juan: “Yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia” (10, 10).

 

Jesús es un amante de la vida y ama esta vida: disfruta de las comidas y de las fiestas, disfruta de la amistad y de los encuentros, disfruta del contacto con los niños, ama y disfruta de la creación. El rabino de Nazaret queda extasiado frente a la belleza de los lirios del campo, la libertad de los pájaros del cielo, el prodigio de la levadura leudando la harina, la entrega radical de una viuda.

 

Jesús nos enseña a valorar y amar la vida, así como es, así como viene. Nos enseña a amar también las zonas oscuras, las sombras, lo frágil. Jesús recibe la vida como viene – como toda sabiduría enseña – y, desde lo que hay y lo que es, la asume, la transforma, la ilumina.

 

¿No es hermoso comprender y vivir así el evangelio y las enseñanzas del maestro de Nazaret?

 

Iluminar lo que hay, soplar vida en lo poco y lo frágil. Asumir lo que viene, amar la sombra. Levantar la vida, sembrar alegría, contagiar entusiasmo.

 

¡Eso hace Jesús, eso enseña! A eso estamos llamados e invitados.

 

Jesús es también el hombre que cuestiona, que nos pone en crisis. Es el hombre de las preguntas. Jesús desafía a la multitud: “¿Qué fueron a ver?” (11, 8).

 

¿Qué fueron a buscar? ¿Qué están buscando? ¿Por qué fueron a ver a Juan al desierto?

 

Jesús nos cuestiona sobre nuestras intenciones y nuestros ¿por qués?

 

Esta actitud cuestionadora y provocadora de Jesús y del evangelio, es muy actual y muy necesaria también hoy.

La sociedad vive en piloto automático. A menudo, también los que estamos en un camino de búsqueda y de crecimiento, caemos en una rutina apurada y sin sentido. Hasta la oración pueden convertirse en un automatismo vacío y hasta el amor puede degenerar en activismo o manipulación.

 

El Espíritu nos cuestiona, cuestiona nuestra honestidad e intenciones.

 

¿Qué estoy buscando en mi vida?

¿Por qué hago lo que hago?

 

Este tiempo de Adviento que nos prepara a la Navidad, es un tiempo oportuno para detenernos y estar atentos a la vida que florece a nuestro alrededor y para dejarnos cuestionar por las preguntas claves de Jesús y del evangelio.

 

sábado, 6 de diciembre de 2025

Mateo 3, 1-12


 


En este segundo domingo de Adviento se nos presenta la figura de Juan Bautista y su tajante invitación a la conversión.

Me parece muy sugerente la imagen del árbol cortado: “El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: el árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego” (3, 10).

 

Esta metáfora empalma a la perfección con el texto de Isaías de la primera lectura: “Saldrá una rama del tronco de Jesé y un retoño brotará de sus raíces” (11, 1).

 

Hacha, tronco, raíz, fruto: intentemos conectar estas imágenes y dejémonos sorprender y cuestionar por los importantes mensajes que se desprenden.

 

El tronco de Jesé habla de un “resto”: ¿Qué resta de un árbol cortado? Un tronco. La categoría bíblica del “resto” es central en la visión y la teología bíblica. Siempre queda un resto. Cuando las cosas se ponen mal, cuando la humanidad pierde el rumbo, cuando Dios corrige a su pueblo, “algo queda”: es el famoso resto, un resto que volverá a dar vida, un resto que expresará la fidelidad de Dios. Después del diluvio, resta Noé. Después de la deportación del pueblo a Babilonia, queda un resto: el “resto de Israel”. Y así sucesivamente.

Isaías, fiel a la categoría teológica del “resto”, nos presenta la imagen del tronco de Jesé, padre del rey David: la dinastía de David parece extinguirse. Asiria invade Israel y del pueblo parece no quedar nada, sino solo un tronco sin vida. Pero, de este tronco, surgirá un retoño, vida nueva. Los cristianos leemos este retoño en clave cristológica: del tronco, aparentemente muerto, brota el Mesías, Jesús de Nazaret, descendiente de David.

 

Resta un tronco, resta poco: de este poco, habrá vida. De lo que resta, Dios seguirá generando vida.

Jesús, empapado por esta sabiduría y experiencia, seguirá con esta enseñanza: de lo poco, de lo que resta, se engendra vida. Jesús trabaja con los restos: cinco panes y dos pescados, seis tinajas de agua sucia, doce apóstoles, un grano de mostaza, poca levadura en la masa. Jesús nos muestra que, desde un resto y desde lo poco, la vida brota, crece y se multiplica.

Isaías reafirmará esta idea con las famosas metáforas: el Mesías “no romperá la caña quebrada ni apagará la mecha que arde débilmente” (42, 3).

Aprendamos entonces a valorar lo pequeño y lo poco, a valorar nuestros restos: nuestra fragilidad, el poco tiempo, la pocas fuerzas, los pocos recursos, los pocos talentos. El resto, amado y ofrecido, brotará en vida abundante y fecunda.

 

Esta misma vida abundante que, a menudo y paradójicamente, se nos presenta en forma de hacha: la vida nos corta, nos poda. Lo sabemos y lo experimentamos. Las experiencias de dolor, de perdidas, nos dejan como un simple y pobre tronco. A veces queda poco y lo que queda parece muerto… pero la vida resurge. La vida rebrota continuamente: ¡esta es la resurrección! Desde dentro, hasta desde dentro de la muerte, la vida resurge. ¿Por qué? Porque la raíz nunca muere. El hacha de Juan Bautista, en realidad, nunca llega a la raíz. Un hacha nunca puede llegar a la raíz. Juan, fiel a su estilo profético, quiere subrayar la importancia de dar fruto. Jesús recuperará esta urgencia: “Al ver una higuera cerca del camino, se acercó a ella, pero no encontró más que hojas. Entonces le dijo: «Nunca volverás a dar fruto». Y la higuera se secó de inmediato.” (Mt 21, 19).

Podemos entonces leer nuestra existencia como una invitación a la vida y a una vida fecunda. Una hermosa invitación a dar fruto. Todo lo que nos ocurre, nos invita a descubrir y redescubrir, la raíz divina que somos y que nos habita.

 

Siempre recomenzar, siempre adelante. Siempre naciendo de nuevo, como retoños del Espíritu. Siempre brotando con fuerza, como una flor entre las grietas del hormigón.

Siempre naciendo, una y otra vez, de lo que queda, de lo que resta. Naciendo de nuevo de nuestra raíz: el Espíritu.

 

Es la invitación que Jesús le hizo un día a Nicodemo: “Te aseguro que el que no renace de lo alto no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3, 3).

 

 

 

 

sábado, 29 de noviembre de 2025

Mateo 24, 37-44


 

Empezamos hoy el camino del Adviento y el texto evangélico se centra y concentra sobre la atención y la vigilancia.

Jesús vino, Jesús viene, Jesús vendrá. Jesús siempre está viniendo a través del Espíritu y la única forma de recibirlo y encontrarlo es estando atentos, centrados, despiertos.

 

El texto de hoy es claro y contundente.

En los días que precedieron al diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta que Noé entró en el arca; y no sospechaban nada, hasta que llegó el diluvio y los arrastró a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre” (24, 38-39): estamos en la misma situación que en el tiempo de Noé, con el añadido de las complicaciones tecnológicas: Noé no tenía WhatsApp, ni Instagram. Se comunicaba a través de palomas. La tecnología, más allá de todo lo positivo, vino también para revelarnos nuestro nivel interior de dispersión y de superficialidad.

La gente “parece vivir” pero, en el fondo, muchas personas simple y trágicamente sobreviven: están vivos, pero no viven.

Es la vida “en piloto automático”: “la gente comía, bebía y se casaba…”. Se evaden las preguntas claves y se entra en la espiral mortífera de una rutina mecánica y deshumanizante.

Lo expresa muy bien esta anécdota:

En cierta ocasión un discípulo preguntó a un venerable anciano:

-      Santo Padre, ¿hay algo que yo pueda hacer para conseguir la iluminación?”.

Y el santo varón respondió:

-      Tan poco como por hacer que el sol salga por la mañana”.

-      Entonces – preguntó el sorprendido discípulo – ¿de qué sirven los ejercicios espirituales que prescribes?”.

-      Para asegurarte – dijo el anciano – de no estar dormido cuando el sol comience a salir”.

El sol sale, Dios está presente, el Espíritu nos habla: nuestros “ejercicios espirituales” – oración, meditación, silencio, retiros, estudios – no provocan la Presencia, sino que la evocan; no provocan la Presencia, la reconocen.

 

Jesús es el hombre atento, el hombre vigilante, el hombre que ama la atención y nos la muestra como camino autentico de crecimiento: “Miren los lirios del campo” (Mt 6, 28). ¡Miren!

Visión, atención, luz, vigilancia, interioridad: muchas formas de expresar lo mismo. Cada una con su matiz.

Un texto extraordinario de Simone Weil lo expresa así:

El deseo de luz produce luz. Hay verdadero deseo cuando hay esfuerzo de atención. Es realmente la luz lo que se desea cuando cualquier otro móvil está ausente. Aunque los esfuerzos de atención fuesen durante años aparentemente estériles, un día, una luz exactamente proporcional a esos esfuerzos inundará el alma. Cada esfuerzo añade un poco más de oro a un tesoro que nada en el mundo puede sustraer.

 

Podemos comprender ahora los enigmáticos versos de nuestro texto: “De dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro dejado. De dos mujeres que estén moliendo, una será llevada y la otra dejada” (24, 40-41).

¿Qué quiere decirnos Jesús?

Que lo que importa es lo interior, la actitud interior. Lo de afuera puede ser igual, pero la actitud interior lo cambia todo. La atención lo cambia todo, la consciencia lo cambia todo… aunque “afuera” no cambie nada.

Podemos estar haciendo la mismo: quién actúa con atención, “entra en la Vida”, es decir, se hace consciente de la Presencia de Dios. Quién actúa distraído, sin intención, sin consciencia, vive en la superficie de la vida… y se perderá la experiencia del encuentro con lo divino.

Dios nos espera en el aquí y el ahora: presente y Presencia son las dos caras de lo mismo.

Dios nos espera en la vida y la vida siempre es aquí y ahora.

Dios se nos revela en la vida y cuando vivimos la vida con atención, entusiasmo, amor.

El más pequeño detalle puede transformar nuestra vida: basta estar ahí.

El más pequeño detalle, la más “insignificante” experiencia, puede convertirse en iluminación: basta estar atentos.

Vivamos este tiempo con más atención, abiertos al instante, este instante, en el cual Dios te está amando, te quiere encontrar y quiere manifestarse al mundo a través de ti.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 22 de noviembre de 2025

Lucas 23, 35-43

 


Celebramos hoy la fiesta de “Jesucristo rey del universo” y el domingo que viene comenzará un nuevo año litúrgico con el primer domingo de Adviento.

 

Esta fiesta suena bastante extraña y anacrónica. Debemos profundizar sin dejarnos llevar simplemente por la devoción o lo sentimental.

 

¿Qué significa que Jesús es rey?

¿Qué sentido tiene esta fiesta para nosotros hoy?

 

Una primera comprensión pasa necesariamente por conectar “Jesús rey” con el “Reino de Dios.”

 

El anuncio y la predicación del Reino de Dios es central en la vida del rabino de Nazaret: Jesús anuncia el Reino, nos invita a entrar en el Reino, nos advierte de la presencia del Reino.

 

El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca” (Mc 1, 15): el Reino está cerca, disponible, al alcance de la mano, a la distancia de un “si”.

 

Los fariseos le preguntaron cuándo llegará el Reino de Dios. Él les respondió: «El Reino de Dios no viene ostensiblemente, y no se podrá decir: «Está aquí» o «Está allí». Porque el Reino de Dios está en/entre ustedes” (Lc 17, 20-21): el Reino es Presencia, en nuestro interior y entre nosotros. El Reino es el respiro vital que todo une.

 

El Reino de Dios, entonces, no es un lugar físico, no es tampoco una utopía futura. El Reino es un estado de consciencia, es una forma de vivir, una forma de ver. El Reino de Dios es una experiencia.

En este sentido, “Jesús es rey”, porque nos muestra la puerta siempre abierta de ese Reino. Sus parábolas lo reiteran: el Reino es un banquete abierto a todos y siempre disponible. El Reino es una fiesta, la fiesta de la vida. Todos invitados a este banquete: también el hijo mayor de la parábola que no quiere entrar (Lc 15, 28).

 

Desde un lugar más místico, me gustaría referir el Reino y Jesús rey a la lectura de Pablo que la liturgia nos propone hoy: Colosenses 1, 17-23 (los invito a leer el texto).

 

La visión de Pablo es cósmica. En sus cartas, Pablo insiste sobre la dimensión universal y cósmica de Cristo. Esta visión cósmica es característica de muchos místicos. En la actualidad, el que más trabajó teológicamente esta dimensión, es Teilhard de Chardin: “¡Oh, sí, Jesús, yo lo creo y quiero proclamarlo sobre los tejados y las plazas públicas, no sólo eres el Dueño exterior de las cosas y el esplendor incomunicable del Universo: más que todo esto, eres la influencia dominante que nos penetra, nos posee, nos atrae, por la médula de nuestros deseos más imperiosos y más profundos; eres el Ser cósmico que nos envuelve y nos consume en la perfección de su Unidad!

 

La mística es, propiamente, el camino que nos permite desarrollar una visión más penetrante y universal. La visión mística nos invita a salir del aislamiento y el particularismo.

Desde esta visión podemos interpretar Jesús rey, en el sentido del Logos eterno del prólogo de San Juan y del Cristo interior de los místicos: Cristo es la razón de ser de todo lo que existe, es el sentido oculto y definitivo de la creación, es el alfa y el omega de todo lo que existe. Todo empieza por Cristo, se sostiene en Cristo, tiende hacia Cristo y encuentra su reposo y su plenitud en Cristo.

 

En esta extraordinaria visión y experiencia, todo encuentra su valor y su sentido: la revelación de Dios en la historia y en las religiones, el misterio del mal, el dolor, el camino personal e individual de cada ser humano.

 

En este sentido, Jesús es rey y más que rey. Lo es todo y, en él, somos también reyes, ya que el Cristo interior es nuestra verdad más profunda.

 

Podemos ahora volver a la pregunta inicial:

¿Qué sentido tiene esta fiesta para nosotros hoy?

 

Esta fiesta nos invita a transformar nuestra visión. Nos invita a abrir el corazón a la dimensión cósmica de la vida y a penetrar en nuestra intimidad para conectar con el Cristo interior.

Esta fiesta nos invita a abrazar la vida en su totalidad, a vivir en la Presencia de Dios, a encontrar el sentido oculto de los acontecimientos a la luz de Cristo.

Esta fiesta nos invita a dejarnos absorber por el Cristo interior y cósmico, a dejarnos vivir por él.

 

Nos invita a repetir con Pablo: “no soy yo que vivo, es Cristo quien vive en mi” (Gal 2, 20).

 


sábado, 15 de noviembre de 2025

Lucas 21, 5-19


 

Ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza” (5, 18): ¡a Jesús le gustaban los cabellos! En otra oportunidad dijo: “Ustedes tienen contados todos sus cabellos: no teman, porque valen más que muchos pájaros” (Lc 12, 7).

¡Es interesante notar como Jesús asocia siempre los cabellos a la confianza!

No podemos olvidar el bellísimo gesto de la prostituta: “colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume” (Lc 7, 38). También acá los cabellos se sitúan en un contexto de extrema confianza y ternura.

 

El cabello, como todo del resto, tiene su lado luminoso y su lado oscuro: por un lado, nos protege la cabeza expresando belleza y vitalidad y por el otro es algo muy delicado y muy frágil. Un poco de estrés o una tiroides que no funciona bien, y el cabello se cae… sin decir, lo tenemos claro, que se cae también con el paso de los años.

 

Se acerca el Adviento y los textos evangélicos que se proponen para nuestra reflexión, reflejan el género apocalíptico: un recurso literario que nos invita a ser conscientes de la brevedad de los tiempos, de la presencia de conflictos y de la necesidad de la fidelidad y la vigilancia.

Nos vienen muy bien estos textos porque, aunque la humanidad desde siempre experimenta la incertidumbre, la brevedad del tiempo y los conflictos, este tiempo que se nos regala vivir tiene, sin duda, un tinte especial y muy fuerte.

 

Estamos en un cambio de época, estamos en una época bisagra: ¿lo podemos ver?

 

La decadencia del sistema político es notoria: sospecho que la mayoría de los gobernantes no pasarían indemnes a una evaluación psiquiátrica. La crisis de las religiones, también es evidente: estancamiento, anacronismo, exterioridad, hipocresía.

Siguen los conflictos, aumenta la pobreza, la contaminación del planeta es brutal, seguimos lanzándonos bombas los unos a los otros.

 

Sin embargo, vamos evolucionando. La evolución de la consciencia es imparable. El Espíritu no se somete a nuestra estupidez y sigue abriendo puertas, sigue desarmando egos, sigue sembrando luz y esperanza.

 

Los caminos de Dios, no son los nuestros. Ya lo había escuchado y transmitido Isaías, hace dos mil quinientos años: “Como el cielo se alza por encima de la tierra, así sobrepasan mis caminos y mis pensamientos a los caminos y a los pensamientos de ustedes” (55, 9).

 

En esta época incierta, la humanidad tiene que soltar la necesidad compulsiva de control y aprender a confiar: la ciencia y la racionalidad no colmaron las expectativas y los delirios humanos de omnipotencia y tampoco lo hará la era tecnológica y tecnocrática.

 

En este cambio de época, la humanidad está llamada a desarrollar la visión espiritual, a ver mejor, a ver más en profundidad. Necesitamos cambiar nuestra cosmovisión, integrando todas y cada una de las dimensiones.

 

Creemos saber, y el Espíritu nos revela nuestra ignorancia.

Queremos controlar la vida, y el Espíritu nos desarma y nos sorprende.

Creemos saber lo que es el amor, y el Espíritu nos cuestiona y nos muestra otra cara del amor.

En esta época incierta, a nivel individual y social, Jesús nos dice: “Ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza.”

 

Ni siquiera uno: no hay detalle que se escape a la vista de Dios. No hay detalle que Dios no sostenga con amor y ternura. No hay detalle que no esté envuelto en su misericordia. Nada se escapa de su mano.

Dijo el rabino Shimón, en el Midrash: “Cada brizna de hierba que hay en el mundo tiene su ángel en el cielo que la golpea en la cabeza y le dice: ¡Crece!.

 

Nuestra esencia y nuestra belleza están siempre a salvo: desde siempre y para siempre. Somos revelación de Dios, somos amor, somos uno con Él, desde Él, por Él, hacia Él.

 

Esta es la raíz de la confianza. Esta, también, es la raíz de la visión.

¿Cómo vivir este tiempo, entonces?

 

Confiando, en primer lugar.

Saliendo de la queja, del apuro, de la esclavitud del pensamiento.

No perdiendo el tiempo en discusiones inútiles, dejando los juicios, renunciando a la estupidez.

Estando más atentos al Espíritu.

Sembrando calma, luz, sabiduría. Escuchando el silencio.

 

En síntesis: viviendo conectados.

No al wifi, sino a nuestro ser y al Espíritu que nos habita.

El Espíritu nos está mostrando que estamos desconectados de lo que somos y que, el despertar espiritual y la evolución de la consciencia, van de la mano de la conexión.

 

 

 


 

sábado, 8 de noviembre de 2025

Juan 2, 13-22

 


 

Celebramos, en este domingo, la fiesta de la dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán en Roma. En mis años de estudio pasaba todos los días por esta basílica, ya que la Pontificia Universidad de Letrán – donde estudié por siete años – está justo detrás de la basílica.

 

Es una fiesta que suena medio anacrónica y eurocentrista, especialmente para los que vivimos lejos de Roma… la fiesta intenta, entre otras cosas, recordarnos la unidad de la iglesia a lo largo y ancho del mundo. Tomemos lo positivo y vamos al evangelio.

 

El texto evangélico que la liturgia nos propone hoy, nos ofrece unas claves de lectura muy bellas, sorprendentes y desafiantes: la violencia y la Casa.

 

Se conoce el texto como la “purificación del templo”: un gesto tremendamente fuerte de Jesús y uno de los pocos acontecimientos relatados por los cuatro evangelistas. Su raíz histórica para indiscutible: más allá de su presencia en los cuatro evangelios, si no hubiera acontecido históricamente, sería muy improbable que los evangelistas nos transmitieran una imagen de Jesús que va aparentemente en contra de su estilo de vida y de su enseñanza sobre el perdón y la misericordia.

 

Jesús nos sorprende: su gesto es violento. ¿Por qué negarlo?

 

Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas” (2, 15): ¿esta no es violencia acaso? ¿Por qué maquillar el texto? En nuestra sociedad muy sensible a la violencia – y por otro lado muy violenta – Jesús hubiera sido denunciado y posiblemente procesado.

 

Como siempre, ser honestos con el texto y con nosotros mismos, es esencial.

Simplemente, debemos comprender; intentar comprender, por lo menos.

 

En otro momento, Jesús también dijo: “Desde la época de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos es combatido violentamente, y los violentos intentan arrebatarlo” (Mt 11, 12).

 

El gesto de Jesús, a mi parecer, tiene dos vertientes: por un lado, nos muestra la humanidad real del maestro. Jesús, como todo ser humano, tiene ego y, en este caso, perdió la paciencia y su ego tomó algo de control.

Por el otro nos sugiere que, en casos puntuales, el amor puede volverse firme, duro y hasta violento.

 

¿Por qué? Porque el amor auténtico va siempre de la mano de la verdad. Y la verdad, lo verdadero, es lo que es: para asumirlo, a veces, necesitamos gestos fuertes.

A veces, para ser fiel a sí mismo, debemos ejercer algo de violencia.

En lo concreto y cotidiano de nuestra vida – lo saben especialmente los padres y los educadores – lo vivimos especialmente a través de la experiencia de los limites: poner límites para ser fiel a uno mismo y para ayudar al otro a crecer, necesita de firmeza y, en casos puntuales, de violencia. También proteger a quien se ama de posibles agresiones, puede necesitar algo de violencia: una madre, por ejemplo, podrá ciertamente entregar su vida para su hijo pero, en el caso que la vida de su hijo sea amenazada actuará, legítimamente, con violencia. Investiguen ustedes y encontrarán muchos ejemplos y situaciones.

 

No hay amor sin verdad, ni verdad sin amor. Un amor que reniega de la verdad, deja de ser amor y se convierte en otra cosa.

Este es nuestro gran desafío: mantener unidos, amor y verdad.

 

La otra clave es La Casa.

 

El Templo de Jerusalén y nuestros templos, tienen una fundamental dimensión simbólica.

El celo por tu Casa me consumirá” (2, 17), dicen los discípulos intentando justificar el acto violento del maestro.

Y Jesús dijo: “no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio” (2, 16).

La sacralidad de los templos hechos con piedras, es el reflejo y el símbolo de nuestra sacralidad: somos templo del Espíritu.

San Pablo, en la segunda lectura, lo expresa así: “¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1 Cor 3, 16).

 

Honramos a los templos exteriores y físicos, porque nos reflejan el templo interior y espiritual. Honramos y cuidamos los templos exteriores, para honrar el Templo del Universo, de la Creación, de la Vida.

Por eso Jesús le dice a la samaritana: “los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23-24).

 

Somos la casa de Dios y Dios es nuestra Casa. Cada lugar es hogar y en cada lugar, Dios habita.

La Vida es La Casa, el vivir es La Casa. Todo es un templo, donde Dios se revela.

Comprender que la Vida es La Casa, es comprender que todo es sagrado, todo es Presencia.

Y la vida se convierte en bendición y en fiesta continua.

 

 

 

 

 


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