sábado, 16 de agosto de 2025

Lucas 12, 49-53


 


El texto de hoy nos trae algunos desafíos de interpretación. Recurriremos a la luz del arameo, el idioma de Jesús, para intentar captar el mensaje con mayor profundidad y pureza.

 

Es un viaje maravilloso que nos conducirá a una belleza y hondura, sorprendentes e inimaginables.

 

Por motivos de brevedad y profundidad, me centraré exclusivamente en el famoso versículo, con el cual empieza nuestro texto de hoy: “Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (12, 49).

 

Como sabemos, este versículo es la traducción del correspondiente texto original griego. Si vamos al texto arameo de la Peshitta, una traducción del griego que da origen a la Biblia cristiana siriaca, nos acercamos más al sentido original de estas palabras y de su extraordinario significado.

 

En definitiva, nos estamos acercando más al sentir de Jesús, un Jesús enraizado en su cultura, su idioma, su cosmovisión: ¡que no es la griega, ni la europea, ni la latinoamericana!

En arameo, la raíz verbal desde la cual se traduce “fuego”, también significa “amor ardiente”. Queda clara, en el arameo, la profunda conexión entre “amor”, “fuego” y “arder”: ¿no es también nuestra experiencia?

 

¿No es la experiencia de todo ser humano?

 

El amor es como un fuego, el amor nos hace arder, nos apasiona, nos “incendia”. Cuando amamos en serio, sentimos como un fuego que brota desde dentro. El amor, por otra parte – también lo hemos vivido y lo vivimos – es algo que nos “calienta el corazón”. El “calor del hogar”, no es otra cosa que “el amor del hogar”.

 

¡Todo eso es lo que quiso expresar Jesús!

La simple traducción al español del griego, no expresa toda esta riqueza semántica que se nos regala, en cambio, pasando por el arameo.

 

Una libre traducción, más fiel al arameo y a la cosmovisión de Jesús, podría decir: “He venido a manifestar al mundo un amor apasionado, un amor que es como un fuego, y como me gustaría que este amor ya estuviera ardiendo”.

 

Sin duda, el maestro Jesús, tuvo la misma experiencia mística de Moisés en la zarza ardiente: un fuego – un amor – que arde sin consumirse (Ex 3, 2-3).

Es la experiencia de “entrar en el fuego del amor” y captar su eterna esencia y su eterno arder.

 

Quién arde de amor, quién tiene el fuego “adentro”, solo desea ver arder el mundo.

Rumi lo expresó así: “Enciende tu vida con fuego. Busca aquellos que aviven la llama” y “estás hecho de fuego. No busques otra cosa”.

 

Teilhard de Chardin, otro “ser de fuego”, pudo escribir: “Si el fuego ha descendido hasta el corazón del Mundo ha sido, en esta última instancia, para arrebatarme y para absorberme. (…) Me prosterno, Dios mío, ante tu presencia en el Universo, que se ha hecho ardiente, y en los rasgos de todo lo que encuentre, y de todo lo que me suceda, y de todo lo que realice en el día de hoy, te deseo y te espero.

 

Para la mística alemana, Hildegarda de Bingen “el alma está hecha de fuego”, en referencia al Espíritu Santo. 

 

También, no podemos olvidarlo, el fuego del amor es un fuego que purifica.

 

Jesús conocía el texto de Deuteronomio 4, 23-24: Tengan cuidado, entonces, de no olvidar la alianza que el Señor, su Dios, ha establecido con ustedes, y no se fabriquen ningún ídolo que tenga la figura de todo aquello que el Señor les prohíbe. Porque el Señor, tu Dios, es un fuego devorador, un Dios celoso.

 

La carta a los hebreos recuperará esta tajante expresión de forma literal: “nuestro Dios es un fuego devorador” (12, 29).

 

El camino místico utiliza mucho la imagen del fuego: una imagen y un símbolo muy potentes que abarcan múltiples significados, opuestos y complementarios.

La mística nos invita a entrar en este fuego divino, un fuego que nos purifica, nos calienta, nos renueva, nos incendia, nos apasiona.

 

Es el bellísimo y clarísimo mensaje de este cuento: “Tres mariposas estaban delante de la llama de una vela. La primera se acerco y dijo conozco el amor, la segunda rozó la llama con sus alas y dijo yo sé cómo quema el fuego del amor, la tercera se lanzó al centro de la llama y ardió. Sólo ella sabe lo que es el amor.

 

¿Cuál mariposas eres?

 

Le tenemos miedo a lanzarnos al centro de la llama… pero solo cuesta el primer movimiento, dar el primer paso. Es el miedo del ego que será quemado en el fuego del amor. Es nuestro instinto de supervivencia.

No le tengamos miedo al fuego del amor. Dios mismo arde de este amor. Dios arde de amor por ti.

 

Lo expresa maravillosamente alguien que se lanzó al centro de la llama: Maestro Eckhart. Nos dice: Dios está delante de la puerta del corazón y queda ahí y espera ansiosamente… espera con más impaciencia que tú. Él aspira a ti mil veces más ardientemente de cuanto tú aspiras a Él.

 

Vivir, entonces, es dejarse amar y amar. Y un amor que no arde, ya no es amor.

Comparto plenamente las sabias palabras del escritor español José Luis Sampedro: “La vida es un arder, y el que no arde no vive”.  

 

 

sábado, 9 de agosto de 2025

Lucas 12, 32-48


 

Donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón” (12, 34): nuestro texto amanece con las hermosas imágenes del tesoro y del corazón.

 

¿Cuál es tu tesoro?

¿Dónde está puesto tu corazón?

 

Preguntas importantes, diría esenciales. No respondas instintiva o impulsivamente: nos engañamos con facilidad. Son preguntas que deben resonar constantemente en nuestras vidas. Es muy fácil perder el rumbo y con frecuencia nos distraemos.

El ruido, el consumismo, la trivialidad nos acechan y nos confunden.

 

¿Cuál es tu tesoro?

No hay que confundir el deseo con la realidad: si respondo “Dios” y cada noche me la paso mirando la televisión, el deseo no va de la mano de lo real. Si respondo “Dios” y vivo enojado, en conflicto y me cuesta amar, el deseo no va de la mano de lo real.

Si respondo “Dios” y mi vida de oración se reduce a la Misa dominical o al “Padre Nuestro” de la mañana y de la noche, el deseo no va de la mano de lo real.

Perdón por lo áspero y tajante, pero no crecemos sin honestidad.

 

Hay que vigilar, hay que estar atentos: es el otro gran mensaje del evangelio de hoy.

 

Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas” (12, 35): Jesús nos invita a la atención. Jesús, como todo sabio y maestro espiritual, sabe que la atención es fundamental.

 

Jesús nos invita a estar preparados, con las lámparas encendidas: es el gran símbolo de la luz que, a su vez, simboliza la consciencia despierta.

 

Atención, luz, consciencia: tres palabras para expresar lo mismo, tres palabras que van de la mano y que se iluminan recíprocamente.

La atención se ejercita. La lámpara hay que prenderla. La consciencia debe despertar.

Si queremos crecer espiritualmente, es urgente salir del modo “piloto automático”.

 

La mente tiene una inercia brutal y nos atrapa constantemente. Igual nuestras emociones. Vivimos a menudo esclavos de una mente distraída, compulsiva, herida. Vivimos en el vórtice de unos pensamientos inútiles y superficiales.

 

El evangelio nos invita a prender la lámpara de la consciencia.

 

¿Cómo hacer?

 

Tenemos una autopista y un camino privilegiado para eso: la meditación, la oración contemplativa, silencio y soledad.

En nuestras sociedades consumistas y superficiales la tentación, también en la espiritualidad y en el desarrollo humano, es buscar atajos y caminos fáciles.

 

A largo plazo, no funcionan. Los maestros espirituales nos lo advierten desde siglos y desde distintas tradiciones y culturas.

 

Por eso, desde siempre, el camino místico y el éxtasis, van de la mano de la ascesis.

 

Todo es un regalo, por cierto. El regalo está siempre ahí, pero lo recibimos a través de nuestro compromiso y de cierto esfuerzo.

 

La maravillosa vista desde la cumbre de una montaña, está ahí, es un regalo, es gratis: pero la montaña hay que subirla. En esto va también la dignidad infinita del ser humano.

 

Lo sabemos bien y lo hemos aprendido a través de nuestras experiencias cotidianas y concretas: lo que no cuesta esfuerzo no se valora. Lograr algo a través de nuestro trabajo y esfuerzo, nos da una satisfacción y un sentido de plenitud, inigualables.

 

Otra herramienta para “prender la lámpara” es, sin duda, el camino de la entrega y del amor al prójimo, el camino de un amor concreto, compasivo y comprometido.

 

Pero, hay que decirlo: este camino, sin espacios diarios de silencio y de oración, corre el peligro de ser un escape; como justamente avisó el teólogo protestante, Jürgen Moltmann:

 

Quien quiere colmar su propio vacío interior prestando ayuda a los demás, solo difunde su mismo vacío. ¿Por qué? Porque cada ser humano, a diferencia de lo que quisieran los individuos activos, obra para los demás más con su propio ser que con su hablar y actuar. Solamente quien se encontró a si mismo podrá también darse a si mismo

 

Solo enfrentando nuestro propio vacío, nuestras heridas y nuestros miedos, la lámpara arderá de luz divina y nuestro amor será auténtico y fecundo. De lo contrario, caeremos en un absurdo activismo, en frustración, angustia y cansancio.

 

En el atardecer del texto se nos muestra claramente como Jesús apunta al despertar de la consciencia:

 

El servidor que, conociendo la voluntad de su señor, no tuvo las cosas preparadas y no obró conforme a lo que él había dispuesto, recibirá un castigo severo. Pero aquel que, sin saberlo, se hizo también culpable, será castigado menos severamente. Al que se le dio mucho, se le pedirá mucho; y al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más” (12, 47-48).

 

La atención nos llevará al despertar de consciencia, a más claridad, honestidad y lucidez y, a cuanta más consciencia, más responsabilidad. Tu crecimiento en consciencia, te hace más responsable.

 

La luz nos regala visión, y la visión exige compromiso.

Si veo lo que tengo que hacer, y no lo hago, traiciono a mi propia consciencia y, por ende, al Autor y al Dador de la Luz.

 

Al final, entonces, tesoro, corazón, luz y consciencia, coinciden.

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 2 de agosto de 2025

Lucas 12, 13-21


 


El texto que nos presenta la liturgia este domingo, puede pasar un poco desapercibido y llevarnos a pensar que tiene poca relevancia. En realidad, ya lo veremos, es un texto de una importancia capital y hasta revolucionario.

Se lo advierto: lo que voy a compartir no va a ser fácil.

Lee o escucha repetidas veces. No te rindas. Reflexiona, cuestiónate, profundiza. Y ten paciencia.

 

Un desconocido se dirige a Jesús con una extraña petición: “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”.

La respuesta del maestro, marca un antes y un después, indica un mojón irreversible: “¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?

 

Jesús, con su respuesta, marca el verdadero camino de la espiritualidad y el pasaje de una relación infantil con Dios, a una relación madura.

Es el puente hacia la sana, sanadora y auténtica autonomía del ser humano.

Encontramos, en el evangelio, otra expresión del mismo talante: “¿Por qué no juzgan ustedes mismos lo que es justo?” (Lc 12, 57).

 

El hecho de que Dios nos sostenga y sostenga al Universo en el ser, no va en contra de la autonomía: la fundamenta.

El hecho de que vivamos “en Dios”, no quita que tengamos que hacer nuestro camino. Otra vez, aparece el extraordinario mundo de la no-dualidad: una cosa no quita la otra y para vivir una vida plena, tenemos que abarcar ambas realidades.

 

Dios nos guía y conduce a cada instante y, simultáneamente, tenemos que caminar autónomamente.

 

Podemos entenderlo a partir de los niveles de consciencia: desde el Espíritu somos Uno con Dios y nos sentimos llevados por Él. Desde la psicológico y corporal, tenemos que crecer en autonomía. Cuanto más crece una dimensión, más crece la otra y más nos daremos cuenta de la profunda unidad que existe entre las dos dimensiones.

 

Esta profunda y extraordinaria realidad la encontramos, obviamente, en toda autentica tradición espiritual.

 

En el Bhagavad Gita, uno de los textos sagrados del hinduismo, escrito en sanscrito unos dos siglos antes de Cristo, se relata que la divinidad Krishna le dice al guerrero Arjuna, el cual debe tomar una difícil decisión: “Así te he explicado este conocimiento, el más secreto de todos. Reflexiona plenamente sobre esto, y luego actúa como desees.” (Bhagavad Gita 18.63).

 

Krishna no toma una decisión en lugar de Arjuna.

Jesús no decide en lugar del hombre que pregunta por la herencia.

 

Los verdaderos maestros te dicen: “tú sabes lo que debes hacer”. Los maestros nos reenvían a nuestra consciencia, a nuestra sabiduría interna, a nuestra verdad y honestidad.

 

Es duro, sí. Es un cambio profundo. Es mucho más cómodo que nos digan lo que tenemos que hacer. Es mucho más fácil obedecer, que escuchar y seguir la propia consciencia.

 

Obedecer exteriormente, sin obediencia interna, es peligroso. Podemos caer en la hipocresía, en la falsedad, en la superficialidad.

 

La profunda y auténtica experiencia de unidad con Dios, surge de la autonomía. Cuanto más autónomos, más se acrecienta esta unidad.

Y, paradoja maravillosa: cuanto más autónomos, más reconocemos la total dependencia de Dios; reconocemos que, en sentido estricto, solo Dios es. “Ein Od Milvadó”: no hay nada afuera de él.

 

Solo el camino psico-corporal de la autonomía, nos lleva al reconocimiento de lo Absoluto de Dios.

Solo la experiencia de lo Absoluto de Dios, nos lleva a la verdadera autonomía.

 

Crecer en la oración y crecer espiritualmente significa dejar de pedir a Dios que nos resuelva los problemas: esta es la visión teísta e infantil de un dios externo y caprichoso que interviene desde afuera y a algunos les resuelve los problemas y a otros no…

 

¿Para qué tenemos un cerebro, unos dones, unas capacidades?

¿Para qué tenemos experiencias, amigos y maestros?

¿Para qué tenemos el Espíritu?

 

Escúchate: “Tú sabes lo que tienes que hacer”.

 

El Espíritu te habita. Eres uno con el Espíritu.

 

Escribe Pablo a los corintios (1 Cor 2, 14-16):

El hombre puramente natural no valora lo que viene del Espíritu de Dios: es una locura para él y no lo puede entender, porque para juzgarlo necesita del Espíritu. El hombre espiritual, en cambio, todo lo juzga, y no puede ser juzgado por nadie. Porque ¿quién penetró en el pensamiento del Señor, para poder enseñarle? Pero nosotros tenemos el pensamiento de Cristo.

 

Entendemos ahora el profundo significado de la parábola del hombre rico y acumulador. Jesús le dice “insensato”, en nuestra traducción. Se podría traducir también con “estúpido”. La traducción más certera sería “ignorante”.

La ignorancia de quienes somos, de nuestra verdadera identidad, nos lleva a actuar desde el ego y no desde el Espíritu. Ahí empiezan los problemas. El ego vive del miedo, busca poder, reconocimiento, seguridad. El ego, acumula.

El Espíritu – uno con nuestra alma – sabe. Y, porque sabe, confía y actúa, con y desde la sabiduría. El Espíritu, entrega.

 

 

 

 

 

 


sábado, 26 de julio de 2025

Lucas 11, 1-13

 

 

Señor, enséñanos a orar”: es el tierno y conmovedor pedido que un discípulo le hace a Jesús.

 

Es también nuestro pedido: “Maestro Jesús, ¡enséñanos a orar!”.

Esta petición, hecha desde un corazón sincero, no quedará sin respuesta.

 

Muchas veces nos sentimos perdidos, no sabemos bien lo que significa “orar”, no sabemos como hacer. Jesús, maestro de oración, nos enseña. Jesús, a través de su Espíritu, nos introduce en el Misterio – oscuro y maravilloso – de la oración.

Porque, en realidad, y como afirman los místicos, solo hay una oración: la de Cristo. Orar es entrar en la oración de Cristo, ser uno con su consciencia y oración. Y eso, lo hace el Espíritu.

 

Es la misma experiencia del apóstol Pablo: “el mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos orar como es debido; pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom 8, 26).

 

La oración es un arte y un misterio. No hay recetas, hay experiencias y pistas. Se aprende la oración, orando. Se aprende a contemplar, contemplando. Se aprende el silencio, silenciándonos.

 

En el camino espiritual, no hay atajos. Hay, justamente, caminos.

 

Respondiendo al pedido del discípulo, Jesús enseña el Padre Nuestro y, a través de una parábola y otras sugerencias, nos regala extraordinarias pistas para nuestro aprendizaje en la oración.

Podemos resumir estas pistas, en tres claves.

 

1)  La perseverancia

 

Como dijimos, a orar se aprende orando. La oración es un camino infinito de autoconocimiento y de conocimiento de Dios. Orar no es “repetir palabras o formulas”, aunque, obviamente, pueden ser parte de un auténtico espíritu de oración.

Orar es aprender a estar en la Presencia, a reconocer la Presencia misteriosa de Dios en nuestra vida, en nuestra cotidianidad. Orar es el arte de “estar”, cuando todo se derrumba, cuando aparentemente no hay respuesta, cuando nos encontramos en la oscuridad. Orar es cuestión de perseverar, de disciplina, de gratuidad. En el fondo, no se ora para obtener respuestas. Se ora, para reconocer la luz que ya nos habita y que habita el mundo. Se ora para escuchar al Espíritu y descubrir sus caminos.

Insistir en la oración – es el tema de la parabolita que sigue el Padre Nuestro en nuestro texto – no es intentar “presionar a Dios” para que se doble frente a nuestros pedidos… ¡cómo si supiéramos mejor que Él, lo que necesitamos!

Insistir en la oración nos ayuda, de a poco, a darnos cuenta que “ya tenemos todo lo necesario” para nuestro camino y crecimiento.

Insistir y perseverar en la oración nos hace más fuertes, más auténticos, más disponibles.

 

2)  La apertura

 

El que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre” (11, 10): orar es abrirse. Tan simple, tan maravilloso, tan complejo.

Recordemos la sorprendente y contundente invitación de Maestro Eckhart: Si estuviera tan disponible y encontrara Dios tanto espacio en mí como en nuestro Señor Jesucristo, también a mí me inundaría con su plenitud. Porque el Espíritu Santo no puede contenerse de fluir y darse en todo espacio que se le abre y en la medida en que encuentra ese espacio.

Perseverar en la oración, nos va abriendo, en un proceso, a la acción del Espíritu y a la transformación. Los tiempos son del Espíritu. La apertura es progresiva. Dios nos regala la luz que podemos “soportar” y la información que podemos comprender y sostener en el momento presente. La sabiduría divina nos acompaña paso a paso y modula la intensidad de la luz que nos regala, para no cegarnos.

Lo importante es abrirse, crear espacio. La oración crea espacio: me parece una bellísima definición de oración. Orar es buscar a Dios en la noche.

 

3)  El Espíritu

 

Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan” (11, 13): orar se centra y concentra en pedir el Espíritu, recibir al Espíritu, vivir en y desde el Espíritu. Cuando se nos regala el Espíritu – y siempre el don está a disposición – lo tenemos todo. El don de Dios es el Espíritu. No necesitamos otra cosa.

 

Nos dice el cuarto evangelio: “Cuando venga el Paráclito que yo les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de mí” (Jn 15, 26).

 

Y Pablo escribe a los gálatas: “La prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo» ¡Abba!, es decir, ¡Padre!” (4, 6).

 

El Espíritu nos habita y nos recuerda e instala en nuestra verdadera identidad. El Espíritu es lo que somos, más allá de lo que muere y pasa. Es nuestra consciencia más profunda y el punto místico de unión con lo divino. El Espíritu es el centro de nuestra alma, “el alma de nuestra alma”.

Por eso que, orar, es dejarse respirar por el Espíritu.  


sábado, 5 de julio de 2025

Lucas 10, 1-12; 17-20

 


 

El relato del envío de los setenta y dos discípulos es exclusivo de Lucas y parece reflejar el estilo misionero de las primeras comunidades, estilo que, sin duda, habían aprendido de Jesús mismo.

 

El numero setenta es simbólico y aparece varias veces en la Biblia, expresando totalidad y plenitud.

 

El envío misionero consiste – puede sorprendernos – en cosechar y no en sembrar: “La cosecha es abundante” (10, 2).

 

Resuena la invitación del profeta Joel: “Pongan mano a la hoz: la mies está madura” (4, 13).

 

Como siempre lo paradójico nos acompaña en la vida y en el trayecto espiritual: sin negar la necesidad de la siembra, estamos invitados a cosechar.

 

¿Qué nos quiere decir la referencia a la cosecha?

La cosecha se refiere al “darse cuenta”: Dios está presente en el mundo, el Espíritu está actuando, hay vida desbordante por doquier. ¿Puedes verlo?

 

Cosechar, es darse cuenta de la Presencia y vivir en la Presencia: ¡extraordinario!

 

Cosechar es agradecer la vida, disfrutar de la vida, sembrar vida y señalar al prójimo, los brotes de vida invisibles.

Tu misma vida es un don: ¿lo estás cosechando? ¿Estás viviendo conscientemente?

 

En la tarea de cosecha misionera, Lucas y Jesús insisten en la dimensión de la paz: “Al entrar en una casa, digan primero: «¡Que descienda la paz sobre esta casa!” (10, 5)

 

Me apasiona ver y entender la misión, en la perspectiva de la paz. Vivir al estilo de Jesús y vivir el evangelio es, desde mi experiencia y mi visión, sembrar paz y convertirse en un “ser de paz”.

 

El agradecimiento que recibo con más alegría y gratitud, es cuando la gente me dice: “me diste paz”.

 

Vivir el evangelio no es, en primer lugar, anunciar doctrinas y cumplir con reglas y ritos; es sembrar paz, devolver la paz, ser “hombres y mujeres de paz”, al estilo de Jesús.

La paz verdadera une los corazones, une las religiones, une los pueblos, nos instala en nuestra verdadera identidad.

Por eso me parece muy acertado el sentir del monje budista Thich Nath Hanh: “Si tuviera que elegir entre el budismo y la paz, elegiría la paz”.

Porque puede haber “paz sin budismo”, pero no “budismo sin paz”. Lo mismo dígase por el cristianismo y cualquier religión.

 

San Pablo tiene una bellísima expresión: “Cristo es nuestra paz” (Ef 2, 14).

 

Esa paz es la paz de Dios, una paz que supera todos nuestros conflictos mentales y emocionales. Como afirmará el mismo Pablo, escribiendo a los filipenses: La paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús” (4, 7).

 

La paz parece ser el bien supremo, que desde siempre el camino místico invita a descubrir y a recorrer. Nos dice San Serafín de Sarov: Adquiere la paz interior y miles a tu alrededor encontrarán la salvación.

Y Don Bosco dirá: “Quién tiene paz en su conciencia, lo tiene todo”.

 

La paz parece ser el bien supremo, porque expresa y revela nuestra más profunda identidad; identidad a la cual apunta la maravillosa expresión con la cual se cierra nuestro texto: “alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo” (10, 10).

 

Cuando hablamos de “nombre” en la Biblia, estamos hablando de identidad: cuando Jesús, por ejemplo, le cambia el nombre a Simón por Pedro, le está dando una nueva identidad y una nueva misión.

Jesús nos invita a alegrarnos porque nuestro ser – lo que somos – está enraizado en el cielo, es decir, en Dios.

 

Jesús nos invita a vivir la alegría del ser, la alegría sin objeto y sin motivos.

 

Es la alegría de nuestra identidad eterna, la alegría de ser uno con Dios, de ser “hijos de Dios”, en la expresión tradicional cristiana.

 

Estamos muy confundidos sobre la alegría. Creemos que la alegría dependa exclusivamente de causas externas: una relación, la familia, la casa, un buen trabajo, la salud, las vacaciones, el auto nuevo, ir al cine o a cenar. Por cuanto lo exterior pueda ser valioso, santo y bueno, siempre será, también, frágil y pasajero. Como todo en esta vida.

 

La alegría indestructible está por otro lado.

La alegría indestructible se asemeja más a la paz de vivir enraizados en “el cielo”, en nuestra identidad divina, eterna.

 

“Tu nombre está escrito en el cielo”: ¡alégrate!

Como dice el Apocalipsis (2, 17): “le daré una piedra blanca, en la que está escrito un nombre nuevo que nadie conoce fuera de aquel que lo recibe.

 


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