sábado, 22 de noviembre de 2025

Lucas 23, 35-43

 


Celebramos hoy la fiesta de “Jesucristo rey del universo” y el domingo que viene comenzará un nuevo año litúrgico con el primer domingo de Adviento.

 

Esta fiesta suena bastante extraña y anacrónica. Debemos profundizar sin dejarnos llevar simplemente por la devoción o lo sentimental.

 

¿Qué significa que Jesús es rey?

¿Qué sentido tiene esta fiesta para nosotros hoy?

 

Una primera comprensión pasa necesariamente por conectar “Jesús rey” con el “Reino de Dios.”

 

El anuncio y la predicación del Reino de Dios es central en la vida del rabino de Nazaret: Jesús anuncia el Reino, nos invita a entrar en el Reino, nos advierte de la presencia del Reino.

 

El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca” (Mc 1, 15): el Reino está cerca, disponible, al alcance de la mano, a la distancia de un “si”.

 

Los fariseos le preguntaron cuándo llegará el Reino de Dios. Él les respondió: «El Reino de Dios no viene ostensiblemente, y no se podrá decir: «Está aquí» o «Está allí». Porque el Reino de Dios está en/entre ustedes” (Lc 17, 20-21): el Reino es Presencia, en nuestro interior y entre nosotros. El Reino es el respiro vital que todo une.

 

El Reino de Dios, entonces, no es un lugar físico, no es tampoco una utopía futura. El Reino es un estado de consciencia, es una forma de vivir, una forma de ver. El Reino de Dios es una experiencia.

En este sentido, “Jesús es rey”, porque nos muestra la puerta siempre abierta de ese Reino. Sus parábolas lo reiteran: el Reino es un banquete abierto a todos y siempre disponible. El Reino es una fiesta, la fiesta de la vida. Todos invitados a este banquete: también el hijo mayor de la parábola que no quiere entrar (Lc 15, 28).

 

Desde un lugar más místico, me gustaría referir el Reino y Jesús rey a la lectura de Pablo que la liturgia nos propone hoy: Colosenses 1, 17-23 (los invito a leer el texto).

 

La visión de Pablo es cósmica. En sus cartas, Pablo insiste sobre la dimensión universal y cósmica de Cristo. Esta visión cósmica es característica de muchos místicos. En la actualidad, el que más trabajó teológicamente esta dimensión, es Teilhard de Chardin: “¡Oh, sí, Jesús, yo lo creo y quiero proclamarlo sobre los tejados y las plazas públicas, no sólo eres el Dueño exterior de las cosas y el esplendor incomunicable del Universo: más que todo esto, eres la influencia dominante que nos penetra, nos posee, nos atrae, por la médula de nuestros deseos más imperiosos y más profundos; eres el Ser cósmico que nos envuelve y nos consume en la perfección de su Unidad!

 

La mística es, propiamente, el camino que nos permite desarrollar una visión más penetrante y universal. La visión mística nos invita a salir del aislamiento y el particularismo.

Desde esta visión podemos interpretar Jesús rey, en el sentido del Logos eterno del prólogo de San Juan y del Cristo interior de los místicos: Cristo es la razón de ser de todo lo que existe, es el sentido oculto y definitivo de la creación, es el alfa y el omega de todo lo que existe. Todo empieza por Cristo, se sostiene en Cristo, tiende hacia Cristo y encuentra su reposo y su plenitud en Cristo.

 

En esta extraordinaria visión y experiencia, todo encuentra su valor y su sentido: la revelación de Dios en la historia y en las religiones, el misterio del mal, el dolor, el camino personal e individual de cada ser humano.

 

En este sentido, Jesús es rey y más que rey. Lo es todo y, en él, somos también reyes, ya que el Cristo interior es nuestra verdad más profunda.

 

Podemos ahora volver a la pregunta inicial:

¿Qué sentido tiene esta fiesta para nosotros hoy?

 

Esta fiesta nos invita a transformar nuestra visión. Nos invita a abrir el corazón a la dimensión cósmica de la vida y a penetrar en nuestra intimidad para conectar con el Cristo interior.

Esta fiesta nos invita a abrazar la vida en su totalidad, a vivir en la Presencia de Dios, a encontrar el sentido oculto de los acontecimientos a la luz de Cristo.

Esta fiesta nos invita a dejarnos absorber por el Cristo interior y cósmico, a dejarnos vivir por él.

 

Nos invita a repetir con Pablo: “no soy yo que vivo, es Cristo quien vive en mi” (Gal 2, 20).

 


sábado, 15 de noviembre de 2025

Lucas 21, 5-19


 

Ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza” (5, 18): ¡a Jesús le gustaban los cabellos! En otra oportunidad dijo: “Ustedes tienen contados todos sus cabellos: no teman, porque valen más que muchos pájaros” (Lc 12, 7).

¡Es interesante notar como Jesús asocia siempre los cabellos a la confianza!

No podemos olvidar el bellísimo gesto de la prostituta: “colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume” (Lc 7, 38). También acá los cabellos se sitúan en un contexto de extrema confianza y ternura.

 

El cabello, como todo del resto, tiene su lado luminoso y su lado oscuro: por un lado, nos protege la cabeza expresando belleza y vitalidad y por el otro es algo muy delicado y muy frágil. Un poco de estrés o una tiroides que no funciona bien, y el cabello se cae… sin decir, lo tenemos claro, que se cae también con el paso de los años.

 

Se acerca el Adviento y los textos evangélicos que se proponen para nuestra reflexión, reflejan el género apocalíptico: un recurso literario que nos invita a ser conscientes de la brevedad de los tiempos, de la presencia de conflictos y de la necesidad de la fidelidad y la vigilancia.

Nos vienen muy bien estos textos porque, aunque la humanidad desde siempre experimenta la incertidumbre, la brevedad del tiempo y los conflictos, este tiempo que se nos regala vivir tiene, sin duda, un tinte especial y muy fuerte.

 

Estamos en un cambio de época, estamos en una época bisagra: ¿lo podemos ver?

 

La decadencia del sistema político es notoria: sospecho que la mayoría de los gobernantes no pasarían indemnes a una evaluación psiquiátrica. La crisis de las religiones, también es evidente: estancamiento, anacronismo, exterioridad, hipocresía.

Siguen los conflictos, aumenta la pobreza, la contaminación del planeta es brutal, seguimos lanzándonos bombas los unos a los otros.

 

Sin embargo, vamos evolucionando. La evolución de la consciencia es imparable. El Espíritu no se somete a nuestra estupidez y sigue abriendo puertas, sigue desarmando egos, sigue sembrando luz y esperanza.

 

Los caminos de Dios, no son los nuestros. Ya lo había escuchado y transmitido Isaías, hace dos mil quinientos años: “Como el cielo se alza por encima de la tierra, así sobrepasan mis caminos y mis pensamientos a los caminos y a los pensamientos de ustedes” (55, 9).

 

En esta época incierta, la humanidad tiene que soltar la necesidad compulsiva de control y aprender a confiar: la ciencia y la racionalidad no colmaron las expectativas y los delirios humanos de omnipotencia y tampoco lo hará la era tecnológica y tecnocrática.

 

En este cambio de época, la humanidad está llamada a desarrollar la visión espiritual, a ver mejor, a ver más en profundidad. Necesitamos cambiar nuestra cosmovisión, integrando todas y cada una de las dimensiones.

 

Creemos saber, y el Espíritu nos revela nuestra ignorancia.

Queremos controlar la vida, y el Espíritu nos desarma y nos sorprende.

Creemos saber lo que es el amor, y el Espíritu nos cuestiona y nos muestra otra cara del amor.

En esta época incierta, a nivel individual y social, Jesús nos dice: “Ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza.”

 

Ni siquiera uno: no hay detalle que se escape a la vista de Dios. No hay detalle que Dios no sostenga con amor y ternura. No hay detalle que no esté envuelto en su misericordia. Nada se escapa de su mano.

Dijo el rabino Shimón, en el Midrash: “Cada brizna de hierba que hay en el mundo tiene su ángel en el cielo que la golpea en la cabeza y le dice: ¡Crece!.

 

Nuestra esencia y nuestra belleza están siempre a salvo: desde siempre y para siempre. Somos revelación de Dios, somos amor, somos uno con Él, desde Él, por Él, hacia Él.

 

Esta es la raíz de la confianza. Esta, también, es la raíz de la visión.

¿Cómo vivir este tiempo, entonces?

 

Confiando, en primer lugar.

Saliendo de la queja, del apuro, de la esclavitud del pensamiento.

No perdiendo el tiempo en discusiones inútiles, dejando los juicios, renunciando a la estupidez.

Estando más atentos al Espíritu.

Sembrando calma, luz, sabiduría. Escuchando el silencio.

 

En síntesis: viviendo conectados.

No al wifi, sino a nuestro ser y al Espíritu que nos habita.

El Espíritu nos está mostrando que estamos desconectados de lo que somos y que, el despertar espiritual y la evolución de la consciencia, van de la mano de la conexión.

 

 

 


 

sábado, 8 de noviembre de 2025

Juan 2, 13-22

 


 

Celebramos, en este domingo, la fiesta de la dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán en Roma. En mis años de estudio pasaba todos los días por esta basílica, ya que la Pontificia Universidad de Letrán – donde estudié por siete años – está justo detrás de la basílica.

 

Es una fiesta que suena medio anacrónica y eurocentrista, especialmente para los que vivimos lejos de Roma… la fiesta intenta, entre otras cosas, recordarnos la unidad de la iglesia a lo largo y ancho del mundo. Tomemos lo positivo y vamos al evangelio.

 

El texto evangélico que la liturgia nos propone hoy, nos ofrece unas claves de lectura muy bellas, sorprendentes y desafiantes: la violencia y la Casa.

 

Se conoce el texto como la “purificación del templo”: un gesto tremendamente fuerte de Jesús y uno de los pocos acontecimientos relatados por los cuatro evangelistas. Su raíz histórica para indiscutible: más allá de su presencia en los cuatro evangelios, si no hubiera acontecido históricamente, sería muy improbable que los evangelistas nos transmitieran una imagen de Jesús que va aparentemente en contra de su estilo de vida y de su enseñanza sobre el perdón y la misericordia.

 

Jesús nos sorprende: su gesto es violento. ¿Por qué negarlo?

 

Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas” (2, 15): ¿esta no es violencia acaso? ¿Por qué maquillar el texto? En nuestra sociedad muy sensible a la violencia – y por otro lado muy violenta – Jesús hubiera sido denunciado y posiblemente procesado.

 

Como siempre, ser honestos con el texto y con nosotros mismos, es esencial.

Simplemente, debemos comprender; intentar comprender, por lo menos.

 

En otro momento, Jesús también dijo: “Desde la época de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos es combatido violentamente, y los violentos intentan arrebatarlo” (Mt 11, 12).

 

El gesto de Jesús, a mi parecer, tiene dos vertientes: por un lado, nos muestra la humanidad real del maestro. Jesús, como todo ser humano, tiene ego y, en este caso, perdió la paciencia y su ego tomó algo de control.

Por el otro nos sugiere que, en casos puntuales, el amor puede volverse firme, duro y hasta violento.

 

¿Por qué? Porque el amor auténtico va siempre de la mano de la verdad. Y la verdad, lo verdadero, es lo que es: para asumirlo, a veces, necesitamos gestos fuertes.

A veces, para ser fiel a sí mismo, debemos ejercer algo de violencia.

En lo concreto y cotidiano de nuestra vida – lo saben especialmente los padres y los educadores – lo vivimos especialmente a través de la experiencia de los limites: poner límites para ser fiel a uno mismo y para ayudar al otro a crecer, necesita de firmeza y, en casos puntuales, de violencia. También proteger a quien se ama de posibles agresiones, puede necesitar algo de violencia: una madre, por ejemplo, podrá ciertamente entregar su vida para su hijo pero, en el caso que la vida de su hijo sea amenazada actuará, legítimamente, con violencia. Investiguen ustedes y encontrarán muchos ejemplos y situaciones.

 

No hay amor sin verdad, ni verdad sin amor. Un amor que reniega de la verdad, deja de ser amor y se convierte en otra cosa.

Este es nuestro gran desafío: mantener unidos, amor y verdad.

 

La otra clave es La Casa.

 

El Templo de Jerusalén y nuestros templos, tienen una fundamental dimensión simbólica.

El celo por tu Casa me consumirá” (2, 17), dicen los discípulos intentando justificar el acto violento del maestro.

Y Jesús dijo: “no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio” (2, 16).

La sacralidad de los templos hechos con piedras, es el reflejo y el símbolo de nuestra sacralidad: somos templo del Espíritu.

San Pablo, en la segunda lectura, lo expresa así: “¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1 Cor 3, 16).

 

Honramos a los templos exteriores y físicos, porque nos reflejan el templo interior y espiritual. Honramos y cuidamos los templos exteriores, para honrar el Templo del Universo, de la Creación, de la Vida.

Por eso Jesús le dice a la samaritana: “los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23-24).

 

Somos la casa de Dios y Dios es nuestra Casa. Cada lugar es hogar y en cada lugar, Dios habita.

La Vida es La Casa, el vivir es La Casa. Todo es un templo, donde Dios se revela.

Comprender que la Vida es La Casa, es comprender que todo es sagrado, todo es Presencia.

Y la vida se convierte en bendición y en fiesta continua.

 

 

 

 

 


sábado, 1 de noviembre de 2025

Juan 11, 17-27


 


En este día en el cual recordamos a los fieles difuntos, el evangelio se centra, justamente, en el tema de la vida.

 

La muerte es uno de los grandes temas de la humanidad, juntos con el del dolor y del mal.

 

Dolor, mal y muerte constituyen la triada que, desde siempre, pone en crisis a la humanidad, cuestiona a los filósofos, desafía a los teólogos, angustia a los seres humanos.  

 

Nos centramos, en nuestra reflexión de hoy, en el tema de la muerte, sea por la celebración actual y sea porque, “resuelto” el tema “muerte”, resulta más fácil abordar los otros dos temas.

 

Podríamos resumir todo el evangelio en esta extraordinaria sentencia de Jesús: “yo he venido para que tengan Vida, y la tengan en abundancia” (10, 10).

 

Jesús ama la vida y nos revela al Dios de la vida. Nos revela que Dios es Vida y que la Vida es Dios.

 

La primera lectura, del libro de la Sabiduría, nos decía:

Las almas de los justos están en las manos de Dios, y no los afectará ningún tormento. A los ojos de los insensatos parecían muertos; su partida de este mundo fue considerada una desgracia y su alejamiento de nosotros, una completa destrucción; pero ellos están en paz.

 

Parecían muertos”: la muerte es, en el fondo, una apariencia. La muerte no afecta lo real: estamos en las manos de Dios, estamos en la paz. Por eso que Jesús hablaba de la muerte en términos de “sueño”: “la niña no está muerta, solo duerme” (Lc 8, 52), dice de la hija del jefe de la sinagoga.

 

Jesús, fiel y enraizado en toda la tradición bíblica y en la fe de su pueblo, nos revela a un Dios que ama la vida y quiere la vida para todos.

 

En el Génesis se nos dice: “Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente” (2, 7).

Y dice el salmo: “En ti está la fuente de la vida” (36, 10).

Dios no deja de soplar vida. Ahora, desde siempre y para siempre.

 

Maestro Eckhart tiene una imagen muy fuerte: ¿Qué hace Dios todo el día? Dios engendra. Desde toda la eternidad Dios está sobre el lecho de las parturientas y engendra.

 

Por eso Jesús ama la vida, esta vida. En esta vida Jesús encuentra a Dios: en los pájaros del cielo y en los lirios del campo, en la levadura en la masa y en el grano de mostaza. Y donde la vida mengua – en los pobres, en los que sufren, en los excluidos, – Jesús se hace presente y sopla el Espíritu vivificante.

 

Jesús levanta la vida y abre a la vida: kum y efatá. Son de las pocas palabras hebreas que encontramos en el evangelio y que son claves para comprender todo su mensaje.

 

Podemos leer todo el evangelio, toda la vida y enseñanza de Jesús a partir de estas palabras. Jesús no habla de salvación en los términos abstractos de la cultura y de la filosofía griega, “salvación” como liberación del alma del cuerpo. En arameo no existe la palabra “salvación” con este sentido y por eso, Jesús, no la pudo haber utilizado. Jesús habla de vida, de vivificar. Donde en los evangelios encontramos “salvación”, podemos entender “dar vida o vivificar”.

Es la idea que encontramos en nuestro texto: “Yo soy la resurrección y la vida” (11, 25): Juan utiliza, en este caso, para decir “vida”, el termino griego zoé. “Zoé” se refiere justamente a la vida como vida vivificante, vida viva, la vida que brota del manantial fresco y perenne: El que tenga sed, venga a mí; y beba el que cree en mí. Como dice la Escritura: De su seno brotarán manantiales de agua viva” (Jn 7, 37-38).

 

Juan tiene otros términos para referirse a la vida: bios y psiqué. “Bios” se refiere a la simple vida biológica, mientras “psiqué” se refiere a la vida emocional/afectiva, a la mente y a la voluntad: es la vida psíquica del ser humano. Pero a Jesús le interesa más que nada la “zoé”: la vida viva, la vida que da fruto, la vida divina y abundante que se nos regala. Es el termino, por mucho, más usado por Juan, para expresar la “vida”.

Jesús mismo vive lo paradójico de esta vida, no se escapa del destino humano de la contradicción: por un lado, sabe muy bien que la “muerte es un sueño”, que no es real, que no afecta lo que somos; y por el otro ama esta vida, no quiere morir: en la agonía del Getsemaní, aparece claramente este aferrarse de Jesús a esta vida.

 

Jesús marca admirable y espléndidamente nuestro camino: amar la vida, vivir la vida con pasión, dar fruto y, cuando llegue la hora del “sueño de la muerte”, entregar la vida a Dios con total confianza, desde la certeza que nacimos en la Vida, vivimos en la Vida, morimos en la Vida.

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 25 de octubre de 2025

Lucas 18, 9-14

 



Jesús, hombre despierto, se dio cuenta mucho antes que Jung del fenómeno inconsciente de la proyección.

 

El despertar de consciencia y la capacidad de vivir en conexión con nuestra raíz divina, nos permite vivir sabia y armónicamente también desde nuestra mente y nuestro cuerpo.

Es lo que le pasó a Jesús, a los místicos y a todas las personas que se comprometen en el camino espiritual o, dicho de otra forma, van en profundidad, porque, como decía el teólogo Paul Tillich: “Quien conoce las profundidades conoce a Dios”.

 

Jesús, sin ser técnicamente psicólogo y sin usar los términos de la psicología moderna, descubrió este fenómeno humano de la proyección y nos lo reveló, desde una perspectiva espiritual, a través de la parábola reflejada en nuestro texto.

 

Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano” (18, 10): a Lucas le encanta sorprendernos y mostrarnos el revés de lo que aparece a primera vista. Nos esperaríamos aplausos para el justo fariseo y condena para el publicano pecador: y ocurre al revés. Lucas, lo sabemos, tiene sensibilidad y preferencia para los pobres, los pecadores, los marginados, los samaritanos y los “herejes”: ¡me encanta este Lucas!

 

La clave de la parábola nos la da el mismo Lucas al comienzo del texto: ¿Para qué Jesús cuenta esta parábola?

 

Para “algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás” (18, 9).

 

El fariseo de la parábola “se cree justo” y por eso desprecia al publicano. El fariseo proyecta su sombra en el publicano. La creencia de ser justo y el anhelo hacia el “yo ideal”, le impide ver que todo lo que condena y desprecia en el publicano, también habita en su interior. El fariseo no logra ver su sombra y por eso la proyecta afuera.

 

¿Por qué no la puede ver?

 

Porque, entre otras cosas, es muy cumplidor. Cumple con todas las reglas y preceptos. Es la gran trampa de las religiones. Necesitamos mucha lucidez para evadir la trampa.

 

Los cristianos caímos y podemos caer en esta trampa, por ejemplo, con el precepto de la Misa dominical, la fidelidad a las normas morales de la iglesia, cumplir con las oraciones de la mañana y de la tarde…. Cuando cumplimos, podemos creer que somos justos, que merecemos una recompensa, que hemos alcanzado el “yo ideal”. Y, lo peor, juzgamos a aquellos que no cumplen como nosotros.

La historia está repleta de ejemplos y no me detendré en ellos.

 

Si nos cuestionamos sinceramente a través de algunas preguntas, podemos despertar y crecer en lucidez:

 

¿Quién es “justo”?

¿Qué significa ser “justo”?

¿De dónde viene el desprecio hacia el otro?

¿Por qué no puedo/no quiero, ver mi propia sombra?

 

En estos días, leí un comentario de un sacerdote en las redes sociales, despreciando al islam. Aluciné. Y me dio mucha tristeza.

 

Creer que “ser cristiano” se reduce sola o simplemente al cumplimiento de ritos y normas y al asentimiento mental a doctrinas, nos lleva lejos del evangelio. Muy lejos. Lejos del mensaje de Jesús, lejos de su corazón… un corazón, por otra parte, siempre abierto a recibirnos.

 

Jesús vino a darnos vida, no a juzgar.

Jesús vino a dar dignidad, no a despreciar.

Jesús vino a revelarnos el amor universal de Dios, no a crear una secta.

Jesús vino a unir, no a separar.

 

El criterio clave es el amor y el amor concreto para todos.

 

¿Por qué olvidamos con tanta facilidad la parábola del “juicio final” de Mateo (25, 31-46)?

Los justos le responderán: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?. Y el Rey les responderá: Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25, 37-40).

 

La olvidamos – perdón lo tajante – porque es mucho más fácil cumplir con los ritos y “rezar el Credo”, que amar al hermano.

La olvidamos, porque es mucho más fácil juzgar al otro, que reconocer nuestra sombra.

 

La parábola del fariseo y del publicano es dura: nos hace la verdad. Duele. Pero es necesaria y Jesús lo sabe.

Jesús es profundamente honesto y quiere llevarnos a esta honestidad de fondo.

Sin duda Jesús amaba también a los fariseos que se creían justos y por los cuales contó la parábola. Se la contó para despertarlos. Es el rol de los verdaderos maestros: decirnos lo que no queremos oír.

Podemos también resumir el mensaje de esta parábola en la famosa sentencia de Jesús: “¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?” (Lc 6, 41).

 

Esta parábola a mí también me duele, porque me advierte de las veces que fui o soy hipócrita. Me advierte de estar atento a no despreciar a nadie y a conectar con mi propia sombra, antes de verla en los demás.

 

Gracias Jesús. Gracias Lucas.

Quiero ser honesto, integro, lucido. Quiero amar a todos, sin despreciar a nadie. No quiero creerme justo, porque solo Tú, Infinito Dios, eres justo y tu justicia es misericordia. Amén.

 


sábado, 18 de octubre de 2025

Lucas 18, 1-8


 


El texto de este domingo empieza diciéndonos que es “necesario orar siempre sin desanimarse.

 

Pablo reitera el mismo concepto en su primera carta a los Tesalonicenses: “Oren sin cesar” (5, 17).

 

Esta invitación de Pablo y de Lucas, está a la base de la búsqueda del peregrino ruso, búsqueda que quedó plasmada en el famoso y bellísimo librito: “Relato de un peregrino ruso”.

 

¿Cómo se puede orar siempre?

¿Cómo vivir en actitud constante de oración?

 

Son las preguntas que arden en el corazón del peregrino ruso y que arden también en mi corazón y en el corazón de todos aquellos que desean vivir en la Presencia de Dios las 24 horas del día.

 

El peregrino encuentra su camino y su vocación en la repetición de la famosa frase, “Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mi pecador”: el peregrino “se hace uno” con esta oración, a través de la respiración y de los latidos del corazón.

 

Es un camino hermoso: cada cual puede encontrar una frase, una jaculatoria, una palabra y repetirla en cuanto pueda y se acuerde: cocinando, limpiando, caminando… y también, obviamente, en los momentos dedicados al silencio y a la oración. Podemos buscar un mantra que nos inspire y repetirlo mentalmente en actitud orante a lo largo del día. Sin duda esta práctica transformará tu vida: probar para creer.

 

Intentemos captar el mensaje central de todo esto, más allá de la forma.  

 

¿Qué significa vivir en un estado de oración constante?

 

En mi camino encontré dos claves: aprender a vivir en la Presencia y aprender a decir que “si” a la vida, en el momento presente.

En realidad, son las dos caras de lo mismo.

Vivir en la Presencia de Dios es reconocer que detrás de todo lo que ocurre y nos ocurre, está el Espíritu: sosteniendo, animando, purificando, iluminando, guiando. Es un aprendizaje que va de la mano de la confianza. Y es esta confianza básica y esencial en la Presencia, la que nos abre los ojos, nos abre el ojo espiritual a través del cual empezamos a reconocer el Espíritu y su obra.

 

Por eso el “si” a la vida. El “si” al momento presente es el “si” al Espíritu. El “si” a la vida, obviamente, no significa que todo esté bien y que no podamos actuar para ir cambiando o creciendo. Es justo lo contrario: el “si” a la vida, nos habilita a conectar con el Espíritu, para que nuestro vivir y nuestro actuar no surjan del ego, sino del mismo Espíritu. Nos convertimos en canales, en cauces del Espíritu. Nos convertimos en el agujero de la flauta por donde sopla el Espíritu.

 

Jesús, con su parábola, nos invita a insistir.

 

Es la insistencia de la viuda que pide justicia al juez injusto y corrupto.

Debemos entender correctamente esta referencia a la insistencia. La insistencia a la cual Jesús se refiere, no es terquedad ni obstinación.

 

La terquedad y obstinación nacen del ego, el cual no quiere aceptar lo que ocurre y lo que es. Es el ego que, en sus caprichos y deseos compulsivos, quiere controlar y manipular la realidad… ese ego que cree saber mejor que el Espíritu lo que conviene y nos conviene.

 

La insistencia, de la viuda de la parábola y de Jesús, es la insistencia de la fidelidad y de la confianza. Son muy reveladoras las palabras de Jesús con las cuales se cierra el texto: “cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (18, 8).

 

Es nuestra confianza que necesita insistencia. Necesitamos insistir en la confianza y en la fidelidad a la vida, a lo que es y a lo que somos. Esta insistencia corresponde a la firmeza del ser. Es el “amén” que tiene correlación con la “emuná”, la confianza bíblica. “Emuná” tiene este matiz de soporte, firmeza, expresado en el “amén”: así es.

Es iluminadora la misma etimología de “insistencia”: la palabra insistencia proviene del latín insistentia, que deriva del verbo insistere (“ponerse sobre algo, pararse, presionar o persistir”). Este verbo se compone del prefijo “in” - (“en” o “sobre”) más “sistere” (“ponerse de pie o mantenerse firme”), a su vez de la raíz stare (“estar de pie” o “permanecer”).

 

Insistir significa entonces, ser fiel a uno mismo, confiar radicalmente en la Presencia, entregarse al dinamismo de la Vida.

La insistencia es la firmeza del amor y en el amor. Es la firmeza del ser frente al caos, la firmeza de la quietud frente a la agitación, la firmeza de lo eterno frente al tiempo.

Es la insistencia y per-sistencia de nuestra raíz divina y de querer vivir a partir de esa raíz.

 

 

 

 

 

 

 

Etiquetas